Por Maximiliano Dacuy (Dr. en Filosofía ) | Página 12 | Un llanto aparece en medio del discurso del presidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva en el contexto de una cumbre celebrada por la salida de Brasil del Mapa del Hambre, según la Organización para las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Relataba el mandatario haber pasado hambre en un momento, allá por 1965, cuando se encontraba desempleado. Encontró trabajo en una empresa, pero esta no contaba con refrigerio para sus empleados, lo que conocemos como vianda. Contaba el mandatario que sus compañeros de trabajo le preguntaban en el bar si quería comer algo, a lo que respondía que no (por vergüenza). Entonces, mientras los demás mordían su sándwich de mortadela, él imaginaba que, a su vez, mordía con ellos su propio sándwich, para luego volver al trabajo, al trajín. Lo que conmueve no es sólo el llanto de Lula, un obrero nordestino que llegó a ser presidente de la nación, ahora en su tercer mandato, sino que expone una característica central en términos morales del ser pobre: la vergüenza.
Sartre sostiene que la vergüenza implica el reconocimiento del otro, constituyendo una experiencia existencial (L’Etre et le Néant, p. 292). En y por ella, reconozco que soy como el otro me ve; me sonrojo, porque reconozco que soy eso que el otro piensa o dice de mí. En términos existenciarios: el para-sí renuncia a su modo de ser para asumir un ser-en sí, se pasa de una modalidad de conciencia libre a una de tipo cosificada, en criollo: me cosifican y me veo así, cosificado, como una cosa bajo la consideración asimétrica del poder del otro. La vergüenza (d)enuncia una experiencia radical, más allá del ser paciente ante la mirada del otro y su no reconocimiento de mi libertad, en términos sartreanos, pero he aquí que expone, (d)enuncia, más, pues la indignación la antecede. Vamos a un caso hipotético: soy digno de tener alimento porque trabajo para tenerlo, ¿cómo puede ser que no lo tenga? Los demás piensan que cuento con ello, y me lo preguntan, a lo que respondo que claramente sí, sólo que no tengo hambre. Pero sí tengo hambre, sólo que por dignidad no me animo a decirles la verdad a mis compañeros de trabajo, esto me avergonzaría. Tal la experiencia relatada por Lula.
La experiencia de la dignidad y la vergüenza de la pobreza van de la mano. Hay que decirlo, porque, ¿por qué alguien sentiría vergüenza sino tuviera a la vez la experiencia de dignidad por la que siento un atropello respecto a mis derechos, a mis necesidades insatisfechas? Si pasivamente aceptara mi condición no tendría porqué tratarse de un sufrimiento moral, simplemente acepto que no tengo algo, alimento, como una fatalidad, y ya. La vergüenza del no tener implica tener, por paradójico que sea, una sola cosa: dignidad. El pobre que se avergüenza es digno. Pero veamos.
Desde una perspectiva teológica de la prosperidad quien no cuenta con el éxito material en su vida representa un caso del olvido, sino el castigo, divino. La Gracia ofrece también prosperidad material y financiera, tal como nos lo cuenta el teólogo estadounidense Kenneth Hagin, en The Touch of Midas (2000). De modo que el pobre, en términos de la perspectiva teológica de la prosperidad, lo es por maldición divina. Se le veda la fe, y por ende, la Gracia, ¿de qué modo podría este prosperar si no cuenta con el aval y apoyo de Dios? Sólo le queda implorar y ser testigo eventual del milagro, de la reconvención producto de la Providencia, caso de ser aceptado en una comunidad religiosa que ore por él en pos de un cambio de fortuna. Resulta que es digno, pues es hecho a imagen y semejanza de Dios, pero cae en la falta, en el pecado, en el castigo, pero puede salvarse si se arrepiente y vuelve sus ojos hacia el Cristo Crucificado –quien no fue, precisamente, pobre–, como nos lo muestra el teólogo en el capítulo 3; capítulo que se titula con una pregunta: Was Jesus poor?
Claro que el pobre si se esfuerza puede dejar de serlo, desde una pretensión basada en la meritocracia con aroma a mito, hay que aclarar. Sólo que a veces, como lo expresa Kafka, el cielo es un escudo de plata que mudo y solemne se yergue ante quienes le imploran; y el milagro no sucede. Y la bronca y la rabia y la vergüenza ponen de manifiesto la dignidad de quien padece injustamente. No voy a ahondar en esta cuestión. En el margen que queda quiero cavilar sobre la vergüenza, pero desde una modalidad particular, la vergüenza del votante empobrecido, de este huérfano de Dios que no envía gobernantes justos, de este huérfano de un proyecto político superador que ponga freno a la inflación, pero con empleo y posibilidades de crecimiento, todo a la vez.
¿Acaso el alto ausentismo de las elecciones de término medio que se llevaron a cabo este año nos muestran una cara de la vergüenza? Sí de la bronca, del desencanto de la democracia, del hastío al no ver soluciones a medida que se decide la cuestión en las urnas cada cuatro años. Según una encuesta de Paola Zubán, el 10% de quienes votaron a Milei en las elecciones de 2023 se ausentarían en las de término medio (Fuente: LaPolíticaOnline, 10/08/2025). Otro sondeo hecho por Analogías, de mediados de julio pasado, arroja un dato desalentador: el 20,6% de los jóvenes de entre 16 y 19 años y el 20,7% de los adultos de entre 60 y 74 años, tampoco irían a las urnas en las elecciones de término medio (Ibídem). Vuelvo a la pregunta, ¿qué relación tiene el ausentismo electoral con la vergüenza, por caso, de quien no va a votar por verse empobrecido a medida que el ajuste dirigido a la “casta” le cae encima como un mazazo brutal?, ¿hay aquí vergüenza, hay silencio? Si hay silencio, recordemos que Lula también ofreció el silencio al sentir vergüenza de su situación. Quienes militamos un proyecto político de carácter inclusivo tenemos que evitar señalar la mala decisión de otro que se vio deslumbrado por el mesías del ajuste fiscal y ahora tiene vergüenza de reconocerlo, vergüenza de ser finalmente parte de la “casta”, vergüenza de equivocarse en la elección del verdugo para su cuidado. Pero la vergüenza va de la mano de la (in)dignidad que hay sí hay que señalar una y otra vez. Se dice una bien fuerte sin señalar la otra, para interpelar no un voto sin más, sino una opción de confianza política que tiende cada vez a recluirse. La cuestión no reside en poner en evidencia la vergüenza, pero sí la dignidad, sí el sentimiento indigno de verse injustamente expuestos al desguace.
Las vergüenzas que tenemos son las libertades que nos faltan. ¡Claro!, ¡sin duda! Pero no llegamos a esa libertades que nos faltan sin haber pasado por el sentimiento de (in)dignidad (por la vergüenza), por el hecho de vernos reconocidos por un otro que nos señala parte de “la casta”, al fin y al cabo, cosificados como objetos de la política pública de “degenerados fiscales”; por la vergüenza de una clase política que se llama nacional y popular, y que define a cielo descubierto el orden de las listas sin enunciar un programa político que promueva una real alternativa, entre muchos etcéteras.
La orfandad, la vergüenza política, el sentimiento de (in)dignidad y el clamor por la justicia, es el comienzo y el final, el alfa y omega.
Marx observaba que, tanto en la biología como en la historia, la vida surge de la podredumbre.
Dacuy, M. (2025, 17 de agosto). La pobre vergüenza del votante. Página 12. Recuperado de https://www.pagina12.com.ar/849884-la-pobre-verguenza-del-votante
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