A partir del 1º de julio, el Gobierno nacional restablecerá alícuotas más altas para las exportaciones de soja, maíz, sorgo y girasol, en una decisión que refuerza el carácter fiscalista de su política agropecuaria, en detrimento de una visión de desarrollo federal, productivo y sostenible. El anuncio fue formalizado mediante el decreto 439/2025, publicado este viernes en el Boletín Oficial, y constituye un nuevo golpe a las economías regionales y a los productores medianos, que cargan sobre sus espaldas los costos de una recaudación sin contrapartida.
SOJA Y MAÍZ, NUEVAMENTE EN LA MIRA
La soja pasará del 26% al 33% en derechos de exportación; el maíz, del 9,5% al 12%; el sorgo acompañará ese mismo porcentaje y el girasol aumentará del 5,5% al 7%. Estos incrementos marcan una reversión de la rebaja transitoria que se había aplicado meses atrás y que el Gobierno ahora retira sin discusión ni consenso con el sector. En cambio, las alícuotas para el trigo y la cebada, pertenecientes a la cosecha fina, se mantendrán en 9,5% hasta marzo de 2026.
Más allá del detalle técnico, la medida refleja una lógica fiscal que privilegia la urgencia de ingresos inmediatos por encima de cualquier política de incentivo a la inversión, previsibilidad o agregado de valor. Al sector agropecuario se le exige seguir produciendo bajo condiciones cada vez más restrictivas, mientras los márgenes comerciales se reducen y la presión impositiva se mantiene entre las más altas del mundo.
UN GESTO POLÍTICO QUE ACRECIENTA EL DESCONTENTO
La reacción de las entidades del agro fue inmediata. Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) advirtió que “el agro responde con producción, pero necesita condiciones”, y desde Coninagro alertaron sobre el riesgo de “desigualdad creciente en todo el campo” tras la eliminación de las retenciones reducidas. Estos pronunciamientos reflejan no sólo una preocupación sectorial sino un deterioro más profundo en la relación entre el Gobierno nacional y los actores económicos del interior productivo.
No se trata solamente de una suba de impuestos: es un mensaje político. En momentos donde se exige al sector exportador que dinamice la economía, se lo penaliza con una medida que desalienta la inversión, castiga la competitividad y refuerza el centralismo fiscal. La ampliación del plazo de liquidación de divisas —de 15 a 30 días hábiles— y la baja del porcentaje obligatorio del 95% al 90% son gestos menores frente al impacto del aumento de alícuotas.
LA AGENDA AGRARIA: MARGINADA DEL DEBATE PÚBLICO
Este cambio ocurre sin que se convoque a un debate amplio sobre la estructura tributaria del agro ni sobre el rol estratégico del campo en la recuperación económica. No hay señales de compensación para pequeños y medianos productores, ni medidas diferenciadas por región o escala. Tampoco se ha transparentado cómo se utilizarán los ingresos fiscales obtenidos mediante estas retenciones, ni qué parte de esos fondos se reinvertirá en infraestructura rural, conectividad, créditos o asistencia técnica.
Lejos de asumir una política de desarrollo rural integral, el Gobierno parece insistir en una matriz extractiva del agro como fuente de divisas, sin retorno, sin federalismo y sin equidad. Esta postura profundiza el malestar de un sector que viene soportando sequías, inflación en insumos, atraso en infraestructura y brechas cambiarias sin respuestas estructurales.
UN CAMINO QUE AÍSLA Y AGRAVA LA DESIGUALDAD TERRITORIAL
Las retenciones no son neutras: castigan con más dureza a las regiones alejadas de los puertos, a las producciones con menor escala y a las provincias que dependen de la renta agropecuaria para sostener su entramado económico. En ese contexto, la decisión del Gobierno no sólo es cuestionable desde el punto de vista fiscal o sectorial, sino también desde una lógica de desarrollo territorial.
Para sectores amplios del interior del país, estas decisiones refuerzan la sensación de distancia con un poder central que exige sacrificios, pero no redistribuye oportunidades. En lugar de acompañar a quienes invierten y trabajan en condiciones adversas, el Estado aumenta su presión sin ofrecer certidumbre ni horizonte productivo.
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