En la teoría, la salud pública es un derecho. En la práctica, sigue siendo un privilegio. Mientras se anuncian reformas legislativas con discursos grandilocuentes sobre “innovación” y “equidad”, los sectores más vulnerables continúan enfrentando barreras que los alejan de una atención médica digna. La nueva ley de arancelamiento hospitalario en la provincia de Corrientes es un claro ejemplo de cómo las reformas, lejos de resolver las inequidades, pueden consolidar un sistema donde los recursos públicos terminan beneficiando a quienes ya tienen cobertura, dejando a los más pobres en la incertidumbre.
UN HOSPITAL QUE FACTURA, UNA SOCIEDAD QUE PAGA
El Hospital Regional de Goya se encuentra en el centro de esta discusión. La reforma del arancelamiento hospitalario se presenta como una “modernización”, pero en realidad es una maniobra que busca aliviar las arcas estatales transfiriendo la carga financiera a los pacientes y las obras sociales. En un país donde millones de personas dependen exclusivamente del sistema público de salud porque no pueden costear una prepaga, esta medida refuerza la sensación de que hay dos sistemas: uno para quienes pueden pagar y otro para quienes deben conformarse con lo que queda.
El director del hospital, el Dr. Raúl Martínez, defiende la iniciativa, argumentando que permitirá facturar de manera más eficiente y garantizar la reinversión en infraestructura. Pero, ¿de dónde provendrán esos recursos? Principalmente de las obras sociales y de la “colaboración” de los pacientes. Es decir, en lugar de que el Estado garantice una financiación robusta para la salud pública, se delega la responsabilidad a quienes ya pagan aportes y a quienes, en muchas ocasiones, apenas pueden costear lo básico para vivir.
EQUILIBRIO FINANCIERO A COSTA DE LOS MÁS DÉBILES
Uno de los puntos más alarmantes de esta reforma es su impacto en los pacientes sin cobertura. Se promete que la atención gratuita seguirá garantizada para los más vulnerables, pero en la práctica, cada vez más personas se enfrentan a trabas burocráticas y mecanismos de “verificación” de recursos que terminan funcionando como filtros de exclusión. No es casualidad que muchos pacientes perciban que la calidad de la atención varía según su situación económica. Aquellos con obra social o capacidad de pago acceden rápidamente a estudios y tratamientos, mientras que quienes dependen exclusivamente del sistema público deben esperar, mendigar turnos y resignarse a la precariedad.
El caso del paciente alemán citado por el Dr. Martínez ilustra esta realidad de manera brutal: un extranjero con recursos recibió atención de calidad y, por “agradecimiento”, pagó voluntariamente su internación. Pero la pregunta clave es: ¿cuántos argentinos de bajos ingresos tienen la posibilidad de “agradecer” con dinero? La reforma no busca garantizar atención para todos en igualdad de condiciones, sino asegurar el cobro de los servicios a quienes pueden pagarlos, mientras los demás continúan en la incertidumbre.
SALUD PÚBLICA, UN DERECHO QUE SE DILUYE
Se insiste en que la reforma permitirá una “mayor justicia financiera” y que las obras sociales asumirán su responsabilidad. Sin embargo, la realidad es que el sector privado sigue recibiendo trato preferencial, con tarifas y valorizaciones superiores a las del sistema público. Los hospitales estatales, en lugar de fortalecerse con mayor presupuesto, deben competir en desigualdad de condiciones y aceptar pagos inferiores por los mismos servicios.
Mientras tanto, los profesionales de la salud siguen mal remunerados y los hospitales continúan funcionando con recursos insuficientes. En lugar de impulsar un sistema de salud financiado adecuadamente por el Estado, se profundiza la mercantilización del derecho a la salud. Bajo el pretexto de “eficiencia”, se implementan medidas que perpetúan la desigualdad: quienes tienen cobertura reciben atención rápida y de calidad, mientras que quienes no la tienen deben conformarse con lo que el sistema les deje.
HACIA UN MODELO REALMENTE JUSTO
Si de verdad se busca equidad en la salud, la solución no es una reforma que pone el foco en el arancelamiento, sino una política pública que garantice un financiamiento adecuado para los hospitales, con salarios justos para los profesionales y sin distinciones en la calidad del servicio según la capacidad de pago del paciente. La salud no puede ser un negocio ni una mercancía, y cualquier intento de “modernización” que no parta de este principio básico es una farsa.
Lo que se necesita es una inversión real en el sistema de salud público, que garantice atención de calidad sin discriminación económica. Si el Estado no asume su responsabilidad, el mensaje es claro: la salud seguirá siendo un lujo para quienes puedan pagarlo y una odisea para quienes no tengan dinero.
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